Las Cartas persas (Lettres persanes, en francés) es una novela epistolar satírica escrita hacia 1717por Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu Las Cartas persas es un libro irónico, de extensión breve pero contenido profundo, donde por medio de la mirada oriental de sus protagonistas se critican los usos y costumbres occidentales, recurriendo en ocasiones al humor negro y ridiculizando constantemente a la corte francesa.

Sus protagonistas, Uzbek, Rica, Pablongas y Redi, son musulmanes chiitas persas. La novela comienza cuando Uzbek, político y pensador, se ve obligado a huir de su país tras denunciar una serie de vicios en la corte de Isfahán. El viaje se realiza en diez etapas a través de Irán, Armenia, Turquía, Italia y Francia terminando la narración tras ciento sesenta y una cartas intercambiadas por los protagonistas en las cuales se tocan tres temas principales: La religión, la moral y la política.


Montesquieu

CARTAS PERSAS


LXXVIII. RICA A USBEK, EN….


enlace


Te envío copia de la carta y un francisco reside en España y acaba de escribirme. creo que te gustará leerla.


 Durante seis meses he recorrido España y Portugal he vivido entre gente que, despreciando a todos los demás, distingue con su odio. 


La seriedad de las dos naciones, principalmente se manifiesta de dos maneras; por las gafas y por el bigote.



Las gafas indican claramente que el que las lleva es un hombre avanzado en las ciencias y dedicado a las profundas lecturas, hasta el punto de haber llegado a debilitar su vista, y cualquier nariz adornada o cargada puede pasar, sin mucho trabajo, por la nariz de un sabio.


En cuanto al bigote, es respetable por sí mismo o independientemente de sus consecuencias; aunque no deja de reportar grandes beneficios al príncipe y honor de la nación, como ya lo demostró aquel famoso general portugués, de las Indias, que teniendo necesidad de dinero, se cortó una guía de su bigote y a cambio mando pedir a los habitantes de Goa veinte mil piezas de oro; se las presentaron inmediatamente, y poco después recuperó honrosamente su bigote.


Fácilmente se explica que gente como ésta, seria y flemática, tenga su orgullo. Y lo tiene. Orgullosamente, se basan en dos cosas dignas de consideración. Los que viven en la península ibérica se sienten infinitamente superiores cuando son eso que llaman cristianos viejos, es decir, los que no tienen sus orígenes entre aquellos a quienes la Inquisición persuadió durante el siglo pasado para que abrazaran la religión cristiana. No menos orgullosos están los que viven en las Indias, al considerarse participes de la inefable gracia de ser como ellos dicen, hombres de cara blanca. Jamás hubo un gran harén del señor sultana tan orgullosa de su belleza como el más viejo y grosero villano puede estarlo de la blancura aceitunada de su piel, cuando está en una ciudad mexicana, sentada la puerta de su casa, con los brazos cruzados. Un hombre de tanta importancia, una criatura tan perfecta, no trabajaría por todos los tesoros del mundo y nunca decidirá comprometer el honor y la dignidad de su piel en una vil y mecánica industria.


Pues hay que saber que, cuando un hombre posee cierto mérito en España, como, por ejemplo, el de poder añadir a las cualidades de las que hemos hablado, la de poseer una gran espada o la de haber aprendido de su padre el arte de tañer una discordante guitarra, en este caso, no trabaja: su honor radica en el reposo de sus miembros. El que durante diez horas al día permanece sentado, goza exactamente de doble consideración que el que no está más que cinco, pues la nobleza se adquiere en las sillas.


Pero, aunque estos invencibles enemigos del trabajo alardeen de filosófica tranquilidad, no es precisamente eso lo que albergan en su corazón, porque se pasan la vida enamorados. Son los mejores dispuestos del mundo para languidecer bajo la ventana de su amada, y ninguno español sabría pasar por galante sin estar constipado”


En primer lugar, son devotos y, además, celosos. Tendrán sumo cuidado en no exponer a sus mujeres a las asechanzas de un soldado herido en cien batallas o alas de un decrépito magistrado; pero no tendrán inconvenientes en encerrarlas con fervoroso novicio, de esos que bajan los ojos o un robusto franciscano que los eleva.


Permitirá que sus mujeres aparezcan con el seno descubierto, pero se opondrán a que se les vea el talón o a que descubran la punta del pie.


En todas partes se dice que los rigores del amor son crueles. Entre los españoles, lo son mucho más: las mujeres alivian sus penas, pero no hacen más que cambiarlas por otras y muchas veces les queda un triste recuerdo de una pasión apagada.


Tienen pequeñas atenciones que en Francia parecerían fuera de lugar: un capitán, por ejemplo, no pega nunca a un soldado sin pedirle antes permiso y la Inquisición no quema nunca aun judío sin presentarle excusas.


Los españoles que no son quemados están tan apegados a la Inquisición que se enfadarían mucho si se suprimiese. A mi me gustaría que se estableciese allí otra, no contra los herejes sino contra los heresiarcas que atribuyen a unas simples prácticas monacales la misma eficacia que a los siete sacramentos, que idolatran lo que veneran, que son tan devotos que ni siquiera son cristianos.


Quizá encuentres ingenio y sentido común entre los españoles, pero no lo busques en sus libros. Vista cualquiera de sus bibliotecas. Vista cualquiera de sus bibliotecas: las novelas a un lado y los escolásticos a otro. Parece que un secreto enemigo de la razón es el que h ahecho la selección y después lo ha juntado todo allí.


El único libro que merece l apena es el que ha hecho ver lo ridículo de todos los demás.


Han hecho enormes descubrimientos en el nuevo mundo y todavía no conocen su propio continente: hay en sus costas puertos todavía sin descubrir y en sus montañas regiones totalmente desconocidas.


Dicen que el sol sale y se pone dentro de su país; pero hay que hacer notar que en este territorio no encuentra más que campos yermos y regiones desérticas.


Me gustaría, Usbek, leer una carta escrita por un español en Madrid que viajara por Francia; creo que reivindacaría bien a su nación ¡Qué campo tan extenso para un hombre flemático y pensativo! Imagino que la descripción de París la empezaría así:

Hay aquí una casa para encerrar a los locos. A primera vista parece ser la más grande de la ciudad. ¡No! El remedio resulta insuficiente para la enfermedad. Sin duda, los franceses, extraordinariamente desprestigiados entre sus vecinos, encerrarían a alguno locos en una casa para demostrar que los que están fuera no lo son.


Acabo con mi español

Adiós, mi querido Usbeck


París, 17 de la luna de Safar, 1715


Comentarios

Entradas populares de este blog

ANTONIO GUERRERO.LA TERCERA ESPAÑA.

LA LEYENDA NEGRA ESPAÑOLA NACIÓ EN ITALIA Y NO EN LOS PAÍSES BAJOS.